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Al Santísimo Señor Pablo III, Pontífice Máximo Prefacio de N. Copernico al De Revolutionibus orbium coelestium. 1543 |
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Pero los amigos me hicieron cambiar de opinión, a mi que durante tanto tiempo dudaba y me resistía. Entre ellos fue el primero Nicolás Schönberg, cardenal de Capua, célebre en todo género de saber. Próximo a él estuvo mi muy querido e insigne Tiedemann Giese, obispo de Kulm, estudiosísimo de las letras sagradas, así como también de todo buen saber. Este me exhortó muchas veces y, añadiendo con frecuencia los reproches, insistió para que publicara este libro y lo dejara salir a la luz, pues retenido por mí había estado en silencio, no sólo nueve años, sino ya cuatro veces nueve. A lo mismo me impulsaran otros muchos varones eminentes y doctos, exhortándome para que no me negara durante más tiempo, a causa del miedo concebido, a presentar mi obra para la común utilidad de los estudiosos de las matemáticas. Decían que, cuanto más absurda pareciera ahora a muchos esta doctrina mía sobre el movimiento de la tierra, tanta más admiración y favor tendría después de que, por la edición de mis comentarios, vieran levantada la niebla del absurdo por las clarísimas demostraciones. En consecuencia, convencido por aquellas persuasiones y con esta esperanza, permití a mis amigos que hiciesen la edición de la obra que me habían pedido tanto tiempo. Y quizá, tu Santidad no admirara tanto el que me haya atrevido a sacar a la luz estas lucubraciones, después de tomarme tanto trabajo en elaborarlas, como el que no haya dudado en poner por escrito mis pensamientos sobre el movimiento de la tierra. Pero lo que más esperará oír de mí es, qué me pudo haber venido a la mente para que, contra la opinión recibida de los matemáticos e incluso contra el sentido común, me haya atrevido a imaginar algún movimiento de la tierra. Y así, no quiero ocultar a tu Santidad, que ninguna otra cosa me ha movido a meditar sobre el establecimiento de otra relación (estructura) para deducir los movimientos de las esferas del mundo, sino el hecho de comprender que los matemáticos no están de acuerdo con las investigaciones. Primero porque estaban tan inseguros sobre el movimiento del Sol y de la Luna, que no podían demostrar ni observar la magnitud constante de la revolución anual. Después, porque al establecer los movimientos, no sólo de aquellos, sino también de las otras cinco estrellas errantes, no utilizan los mismos principios y supuestos, ni las mismas demostraciones en las revoluciones y movimientos aparentes. Pues unos utilizan sólo círculos homocéntricos, otros, excéntricos y epiciclos, con los que no consiguen plenamente lo buscado. Pues los que confían en los homocéntricos, aunque hayan demostrado algunos pocos movimientos de los que pueden componerse, no pudieron deducir de ello nada tan seguro que respondiera, sin duda, a los fenómenos. Mas los que pensaron en los excéntricos, aunque en gran parte parecían haber resuelto los movimientos aparentes por medio de cálculos congruentes con ellos, sin embargo admitieron entre tanto muchas cosas que parecen contravenir los primeros principios acerca de la regularidad del movimiento. tampoco pudieron hallar o calcular partiendo de ellos lo más importante, esto es, la forma del mundo y la simetría exacta de sus partes, sino que les sucedió como si alguien tomase de diversos lugares manos, pies, cabeza y otros miembros auténticamente óptimos, pero no representativos en relación a un solo cuerpo, no correspondiéndose entre sí, de modo que con ellos se compondría más un monstruo que un hombre. Y así, en el proceso de demostración que llaman μέθοδον (método) olvidaron algo de lo necesario, o admitieron algo ajeno, o que no pertenece en modo alguno al tema. Y esto no les hubiese sucedido en modo alguno, si hubieran seguido principios seguros. Pues si las hipótesis supuestas por ellos no fueran falsas, todo lo que de ellas se deduce se podría verificar sin lugar a dudas. Y aunque lo que ahora digo es oscuro, en su lugar se hará claro. En consecuencia, reflexionando largo tiempo conmigo mismo sobre esta incertidumbre de las matemáticas trasmitidas para calcular los movimientos de las esferas del mundo, comenzó a enojarme que a los filósofos, que en otras cuestiones han estudiado tan cuidadosamente las cosas más minuciosas de ese orbe, no les constará ningún cálculo seguro sobre los movimientos de la máquina del mundo, construida para nosotros por el mejor y más regular artífice de todos. Por lo cual, me esforcé en releer los libros de todos los filósofos que pudiera tener, para indagar si alguno había opinado que los movimientos de las esferas eran distintos a los que suponen quienes enseñan matemáticas en las escuelas. Y encontré en Cicerón que Niceto fue el primero en opinar que la tierra se movía. Después, también en Plutarco encontré que había algunos otros de esa opinión, cuyas palabras, para que todos las tengan claras, me pareció bien transcribir. «Algunos piensan que la tierra permanece quieta, en cambio Filolao el Pitagórico dice que se mueve en un círculo oblicuo alrededor del fuego, de la misma manera que el Sol y la Luna. Heráclides el del Ponto y Ecfanto el Pitagórico piensan que la tierra se mueve pero no con traslación, sino como una rueda, alrededor de su propio centro, desde el ocaso al orto». En consecuencia, aprovechando esa ocasión empecé yo también a pensar sobre la movilidad de la tierra. Y aunque la opinión parecía absurda, sin embargo, puesto que sabía que a otros se les había concedido tal libertad antes que a mí, de modo que representaban algunos círculos para demostrar los fenómenos de los astros, estimé que fácilmente se me permitía experimentar, si, supuesto algún movimiento de la tierra, podrían encontrarse en la revolución de las órbitas celestes demostraciones más firmes que lo eran las de aquellos. Y yo, supuestos así los movimientos que más abajo en la obra atribuyo a la tierra, encontré con una larga y abundante observación que, si se relacionan los movimientos de los demás astros errantes con el movimiento circular de la tierra, y si los movimientos se calculan con respecto a la revolución da cada astro, no sólo de ahí se siguen los movimientos aparentes de aquellos, sino que también se conectan el orden y magnitud de los astros y de todas las órbitas, e incluso el cielo mismo; de tal modo que en ninguna parte puede cambiarse nada, sin la perturbación de las otras partes y de todo el universo. De ahí también, que haya seguido en el transcurso de la obra este orden: en el primer libro describiré todas las posiciones de las órbitas con los movimientos que le atribuyo a la tierra, de modo que ese libro contenga la constitución general del universo. Después en los restantes libros, relaciono los movimientos de los demás astros y de todas las órbitas con la movilidad de la tierra, para que de ahí pueda deducirse en qué medida los movimientos y apariencias de los demás astros y órbitas pueden salvarse, si se relacionan con el movimiento de la tierra. No dudo que los ingeniosos y doctos matemáticos concordarán conmigo, si, como la filosofía exige en primer lugar, quisieran conocer y explicar, no superficialmente sino con profundidad, aquello que para la demostración de estas cosas he realizado en esta obra. Pero para que tanto los doctos como los ignorantes por igual vieran que yo no evitaba el juicio de nadie, preferí dedicar estas lucubraciones a tu Santidad antes que a cualquier otro, puesto que también en este remotísimo rincón de la tierra, donde yo vivo, eres considerado como eminentísimo por la dignidad de tu orden y también por tu amor a todas las letras y a las matemáticas, de modo que fácilmente con tu autoridad y juicio puedes reprimir las mordeduras de los calumniadores, aunque esté en el proverbio que no hay remedio contra la mordedura de un sicofante. Si por casualidad hay ματαιολογοι (charlatanes) que, aun siendo ignorantes de todas las matemáticas, presumiendo de un juicio sobre ellas por algún pasaje de las Escrituras, malignamente distorsionado de su sentido, se atrevieran a rechazar y atacar esta estructuración mía, no hago en absoluto caso de ellos, hasta el punto de que condenaré su juicio como temerario. Pues no es desconocido que Lactancio, por otra parte, célebre escritor, aunque matemático mediocre, habló puerilmente de la forma de la tierra, al reírse de los que transmitieron que la tierra tiene forma de globo. Y así, no debe parecernos sorprendente a los estudiosos, si ahora otros de esa clase se ríen de nosotros. Las Matemáticas se escriben para los matemáticos, a los que estos trabajos nuestros, si mi opinión no me engaña, les parecerán que aportan algo a la república eclesiástica, cuyo principado tiene ahora tu Santidad. Pues así, no hace mucho, bajo León X, en el Concilio de Letrán, cuando se trataba de cambiar el Calendario Eclesiástico, todo quedó indeciso únicamente a causa de que las magnitudes de los años y de los meses y los movimientos del Sol y de la Luna aún no se consideraban suficientemente medidos. Desde ese momento, dediqué mi ánimo a observar estas cosas con más cuidado, estimulado por el muy preclaro varón D. Pablo, obispo de Fossombrone, que entonces estaba presente en las deliberaciones. Pero lo que he proporcionado en esta materia, lo dejo al juicio principalmente de tu Santidad y de todos los demás sabios matemáticos; y para que no parezca a tu Santidad, que prometo más utilidad en la obra de la que puedo presentar, paso ya a lo construido. §
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